El Taller del diablo

Por Ernesto Zúñiga


El trabajo gráfico de Alejandro Villalbazo lleva, antes que a la ineludible reflexión sobre el espacio que habitamos, a un reconocimiento de símbolos olvidados, tan empañados por la pátina de la convivencia diaria que desaparecen ante nuestros ojos. Las imágenes de este artista visual, más chilango que reforma, de obsesiva elegancia y elegantes obsesiones, conjuran a los fantasmas, los sacan de sus rincones y los apresan en una vorágine gráfica de un orden tan cuidadoso que, aun coqueteando con lo delirante, nos permite transitar (no sin sobresaltos) por un espacio de redescubrimientos y reconciliaciones con formas filosas, irónicas, entrañables.


La estopa vuela empapada de espíritu sobre el papel infame, arrancándole el alma negra para transferirla al más noble regazo del algodón, a la fría e inequívoca superficie del vidrio, a los orgánicos accidentes de la parafina o a la nervuda faz de la madera. Pero ahí la imagen no llega a su fin; ésta es exprimida hasta sus últimas consecuencias al transitar de lo matérico a lo virtual, y de regreso; nutriéndose, robusteciendo su significado, también mutando, resignificándose. Cada textura, una idea; cada forma, una sugerencia; cada sabor, sonido y visión, un pretexto para desatar una reacción en cadena. Para Alejandro, la experimentación es bailar al borde de la navaja, tentando al fracaso, casi deseándolo; un proceso de trabajo en el ruedo, bailando, como el torero (con un cigarro como banderilla), alrededor de su objeto de deseo al compás de un pasodoble. La técnica, un pretexto; la obra terminada, mero residuo que escapa de sus manos, alada, como sus más íntimos miedos. La verdadera obra: el proceso, la expectativa, la danza con la nada, los días de combate.

Las máscaras del cuadrilátero, los cerdos que tanto se nos parecen, los recuerdos ineludibles en cada velada de ese mítico viaje a Tijuana; Las Torres y sus vísceras; la nueva convivencia con un espacio poblado de conejos al que ha migrado su sensibilidad; la nostalgia por aquella ciudad sobre un lago muerto; su amor por la buena cocina, son las semillas de un mundo gráfico donde pasea su mirada.
Alejandro se define como un cronista, un recolector de imágenes que siembra en su parcela de papel la simiente de una obra que seduce al ojo, que despierta a la memoria. La naturaleza repetible de la estampa es transformada en irrepetible. El accidente, despojado de control; el orden del caos. Las formas se rompen, como la cola del reptil, para formar otro ser: el artista, que, preso de este exceso catártico, se empeña en roer con el filo de los sueños hasta el último trozo de realidad. LC



"Chica Tijuana II" de la serie Urban Book, 2004. Inyección de tinta.




"Jesusita" de la serie Urban Book, 2004. Mixta.




Publicado en: La Colmena. Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México. No. 44 octubre-diciembre 2004.